Durante un almuerzo familiar — esos infaltables de los días sábado — le comenté a mi cuñada, psicóloga, acerca de este vacío que estaba sintiendo, y me recomendó que leyera el libro de Viktor Frankl El hombre en busca de sentido. Le pareció extraño que no lo hubiese leído, pues es un clásico de todos los tiempos y un relato muy importante para el pueblo judío. Así que, sintiéndome bien avergonzada, partí en seguida a leerlo.
Viktor Frankl (1905, Viena, Austria), neurólogo y psiquiatra, fue sobreviviente del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial. En su libro, cuenta de manera autobiográfica su experiencia en el campo de concentración en Auschwitz, tiempo en el cual fue sometido a trabajo extremo, tortura, hambre y separación de su familia, además de presenciar infinitas muertes.
A diferencia de la gran mayoría que estaba en su situación, Frankl logró sobrevivir. Cuando le preguntan a qué le atribuye el que haya logrado soportar tanto sufrimiento y por tanto tiempo, él responde haciendo alusión a esa capacidad de aferrarse a lo realmente importante de la vida: a su propósito. Frankl señala que para aquellos compañeros de desventura que no lograron sobrevivir, acuñó el término “vacío existencial”, que describe como un sentimiento desgarrador que hace que la vida no tenga ninguna razón de ser. Un lugar donde solo hay sufrimiento y desconexión con el mundo exterior, y que hace que uno pierda las fuerzas para aferrarse a la vida.
La situación que describe Frankl en su libro es de las más extremas que haya escuchado nunca. Ese sentimiento desgarrador que describía, cuando ya no había esperanza o razón para querer vivir, parecía ser el fin de la existencia, y no así la muerte, como era de suponer. Y por otro lado, dejaba entrever que cuando tenemos suficientes razones poderosas para querer vivir, no importa lo que suceda en el exterior, porque nuestra alma, espíritu, llama interior, energía, fuerza, o como la queramos llamar, nunca se apaga.
Guardando las proporciones en cuanto a las circunstancias, mientras leía su biografía no podía dejar de identificarme con esa sensación de vacío que describía Frankl. En mi caso era diferente. Si bien tenía muchas razones — mis hijas, mi marido y mi familia, sin duda, lo más importante de mi vida — igualmente sentía ese vacío (lo que era aún peor, porque me hacía sentir culpable, mal agradecida). Pero para mí, esa sensación no era señal de infelicidad, sino de que había algo más por qué vivir.
Era un vacío que estaba íntimamente vinculado a esa brecha en mi felicidad, una distancia que tenía más que ver con una necesidad espiritual que material. Como si hubiese un abismo entre estas dos dimensiones. Y con Frankl aprendí que esta necesidad espiritual no la sentía por ser yo particularmente especial. Él mismo señala que los humanos no somos solo seres biológicos, sociales y psicológicos, sino también seres espirituales capaces de trascender las limitaciones físicas a través del propósito de la vida y la espiritualidad.
Pero, ¿qué significaba esta dimensión espiritual del ser humano? Me costaba entenderlo. Me hacía sentido que hubiese algo más, aunque no lo podamos percibir por los sentidos o comprender a través de la razón. No es algo que siquiera tenga plenamente incorporado hasta el día de hoy, pero había una dimensión, algo oculta, que no tenía que ver con la religión ni con nada que conociera de antes.
Leyendo a distintos autores me vine a encontrar con la noción de “sentimiento oceánico” que es una analogía de que “al igual que una gota en el océano, somos uno con el todo, en el cual cada persona es una gota y el océano es el universo.”
Este sentimiento se manifiesta en cada uno de nosotros como la percepción de que las fronteras entre el yo y el mundo se diluyen, aunque sea por un instante. Esta fusión que se genera, nos permite captar el mundo como una totalidad orgánica, interdependiente y bella en sí misma. Nos cuesta advertir esta unidad, ya que confiamos demasiado en nuestros sentidos, pero la consciencia universal no es perceptible por los sentidos ni comprensible por la razón. A esto se suma que vivimos vidas frenéticas que nos impiden la paz necesaria para sentir la conexión entre todo lo que existe.
Yo no era la única
Compartiendo mis emociones con los demás en diferentes cursos o charlas de propósito, logré encontrar a muchas personas que, al igual que yo, sentían un vacío y tampoco comprendían por qué lo sentían ni cómo llenarlo. En general, se trataba de gente que, al menos en apariencia, tenía una vida realizada pero, sin embargo, dejaban entrever que “algo” también les faltaba. Veamos algunos ejemplos:
Ignacia, 45 años. Dermatóloga, casada hace 15 años, 2 hijos:
“Soy una mujer felizmente casada y madre de dos hijos. He sido bendecida con salud y estabilidad financiera. Estoy buscando formas de satisfacer un sentimiento inquietante. Es como un vacío en el centro de mi alma”.
Juan Pablo, 35 años. Abogado corporativo, separado, 1 hijo:
“Se supone que he hecho todo correctamente; tengo una carrera que he desarrollado por muchos años y me va muy bien, pero hay una inquietud dentro de mí que me dice que hay algo más en esta vida”.
Andrés, 24 años. Egresado de Ingeniería Comercial, soltero:
“Busco darle una dirección a mi vida, un sentido de propósito, algo que defina quién soy. Necesito algo más, no quiero hacer lo que otros esperan que haga, pero no sé cómo llegar allí”.
Francisco, 60 años. Empresario del rubro inmobiliario, casado por segunda vez, cuatro hijos mayores de edad, recientemente abuelo:
“He sido feliz, no me puedo quejar. Con mucho esfuerzo he logrado una vida exitosa de la cual estoy muy orgulloso. Pero siento que debo dejar algo más a mis hijos y a las futuras generaciones. Me pregunto, ¿cuál será mi legado? ¿Por qué seré recordado? ¿Qué parte de mi va a trascender?”.
Tratando de buscar patrones o pistas que me brindaran más información sobre las razones de esta crisis, no pude dejar de notar un par de cosas: todos estábamos más o menos en una etapa adulta de la vida, y teníamos aparentemente una “vida resuelta”. Profundicemos acerca de estas coincidencias.
Etapas de la vida
Sobre el momento de la vida en el que aparece este vacío, todo indicaba que el deseo de búsqueda y de vivir una vida con propósito es algo que va evolucionando en conjunto con el desarrollo de nuestra propia identidad.
Si bien las personas pueden desarrollar la necesidad de encontrar el propósito a cualquier edad después de los doce años, esto se convierte en una búsqueda intencional una vez que se ha formado la consciencia identitaria que, en las sociedades modernas, se da generalmente en la temprana adultez (entre veinte y cuarenta años). Esto pareciera ser de toda la lógica, pues es difícil orientarnos a aquello que queremos llegar a ser sin antes saber quiénes somos.
En la etapa media adulta (entre cuarenta y sesenta años) también puede reactivarse esta búsqueda intencional producto del cuestionamiento o la genuina preocupación que emerge por el legado que dejaremos en el mundo a las futuras generaciones.
Necesidades humanas
El nivel de satisfacción de nuestras necesidades más básicas también es importante para que pueda despertar este interés por el propósito de la vida. Como bien dice Maslow, si las necesidades de supervivencia no están resueltas, el único objetivo en la vida será enfocarnos en ellas. Efectivamente, si estamos pasando hambre o no tenemos un techo bajo el cual dormir, es entendible que toda nuestra energía se vuelque en mejorar estas carencias.
Para Roy Baumeister, psicólogo social que ha dedicado parte de su carrera al estudio del propósito, las personas en situaciones de desesperación no se encuentran en condiciones adecuadas para reflexionar sobre el significado de la vida. Cuando la supervivencia está en juego, el propósito de la vida es irrelevante. El autor señala que esta búsqueda es un dilema para quienes pueden dar por sentada su supervivencia, la comodidad, la seguridad y alguna medida de placer.
No intentaré en estas páginas tratar de profundizar cuándo una necesidad está total o parcialmente satisfecha, pues es algo subjetivo. Lo cierto es que, como dice Frankl, si bien siempre tendremos que luchar por sobrevivir, también debemos preguntarnos: “¿sobrevivir para qué?”. Cada vez tenemos más medios para sobrevivir, pero menos razones para hacerlo.
Resumiendo un poco lo que venía diciendo, si bien esta crisis de propósito — o, por qué no decirlo, el inicio de un despertar — suele iniciarse en la adultez temprana y cuando nuestras necesidades más básicas están cubiertas, no todas las personas con estas características tienen que necesariamente pasar por ella. De hecho, solo una proporción de la población despierta a la necesidad e inquietud de vivir una vida con propósito.
De acuerdo con los estudios más recientes, un treinta por ciento de la población demuestra un anhelo de vivir una vida con propósito con la llegada de la adultez temprana, y alcanza un cuarenta en el subconjunto de aquellos que están dentro del campo laboral. En el caso de los jóvenes, solo un veinticinco por ciento demuestra este anhelo.
Lo que sería interesante descubrir es: ¿qué hacen quienes sienten ese vacío o necesidad de propósito en sus vidas?
En este momento, comienza una etapa de exploración que, como veremos en el próximo blog, puede iniciarse de distintas maneras.