En el inicio de este camino empezaron los cambios. Pero para mi sorpresa, no me sentía alguien distinta, sino más yo que nunca. Empezaron a cambiar mis prioridades, sin duda, y la vida también comenzó a verse diferente. Ya no me importaban ni me hacían feliz las mismas cosas que antes.
Ahora sí tenía claro que esa carrera por el éxito en la que me sentía arrastrada había llegado a su fin o, simplemente, nunca había sido para mí. Era el momento de reformular las típicas metas impuestas por la sociedad para descubrir aquellas que fueran realmente propias. Deseaba sentirme libre y no prisionera de lo que los demás esperaban de mí. Quería dedicarle todo el tiempo, y ya no solo una parte, a aquello que realmente me importaba y disfrutaba hacer. Y eso me llevó a una nueva forma de ver y vivir la vida, la que requeriría de mucha valentía, esfuerzo y responsabilidad, y por la que estaba absolutamente dispuesta a arriesgarme.
Durante este proceso, el propósito se convirtió en mi compañero, mi norte a seguir. Pero todo lo que había leído hasta entonces parecía quedar inconcluso. Era suficiente como para encantarme con él, pero no para explicarme en qué consistía totalmente y confirmar que lo estaba aplicando a mi vida. Por eso decidí hacerme cargo yo misma de construir una metodología — basada en la ciencia, lo que había estudiado y mi experiencia personal — que fuese holística, coherente y me permitiera forjar mi propio camino de propósito.
Tratando de ordenar todos los hallazgos en mi mente, comprendí que ninguna de las teorías que había estudiado eran incompatibles entre sí. Entendí que si bien tenemos un propósito último para todos y que es inmutable — la felicidad — , para alcanzarlo cada uno debe fijar distintos objetivos y metas que lo vayan guiando hacia él.
Elpunto de partida fue erradicar por completo la creencia de que el propósito es uno solo y para toda la vida, y que es distinto para todos los seres humanos. Sentía que uno podía tener más de un camino para alcanzar el propósito, incluso podían ser muchas rutas dentro de un mismo camino y también ir cambiando en el tiempo, a medida que vamos evolucionando.
Tener la capacidad de vivir una vida con propósito, consciente de cuál es nuestra razón de existir, es una cualidad únicamente humana que nunca se acaba, es decir, posee un potencial infinito. Siempre podemos ser más felices. Al mismo tiempo, como es algo que nunca se alcanza completamente, el desafío de mantenerlo vivo siempre está presente, ya sea conservando el nivel de felicidad o tratando de que sea aún mayor. Lo importante de que sea un camino o un proceso constante es que, al recorrerlo, no busquemos un resultado final, ya que no es algo que se logra una vez. El arte está en disfrutar el camino.
Así como amar a nuestro primer hijo no agota nuestra capacidad de amar a los que vendrán, avanzar hacia un objetivo orientado al propósito no nos hace alcanzarlo en sí mismo. El camino no se termina ahí, sino que cada meta lograda nos mueve a seguir en pos de otras más. Es una capacidad que no está constituida por el objeto aprehendido, sino por la facultad de buscarlo. Alcanzar el propósito no es lo que nos hace florecer, sino que es el camino que recorremos lo que nos hace plenamente felices.
Este camino se inicia con nuestra intención, esto es, un deseo llevado a la acción. Y avanza hacia uno o varios objetivos que nos fijamos, aquellos que son realidades que no existen pero a las que deseamos llegar. En el recorrido entre ambos, se sitúan las metas que van guiando nuestro camino hacia la felicidad.
No está de más preguntarse y de hecho me hice la pregunta que si la vida es un camino hacia la felicidad, una felicidad que sabemos que nunca la podremos alcanzar completamente ¿Por qué perdemos el tiempo deseando lo imposible?
El filosofó Robert Sokolowski se hace cargo de esta inquietud, y explica que necesitamos este tipo de deseo para que nos proporcione el contexto más remoto de nuestro mundo práctico. Es como un tipo de frontera que nos fijamos. Pareciera que los deseos que pueden cumplirse necesitan de los deseos que no pueden cumplirse para su definición.
Nuestro apetito racional necesita extenderse más allá del dominio de lo realizable para poder definir la región donde puede ser efectivo. Por ejemplo, la fundación de Bill Gates, la más grande del mundo, tiene por misión erradicar la pobreza del planeta, aunque su fundador sabe que eso es imposible, al menos mientras él esté vivo. Sin embargo, ese deseo “imposible” ha servido de visión para todos los importantísimos proyectos que la fundación lleva adelante.
Este tipo de deseo, con todo lo inútil que pueda parecer, revela nuestra racionalidad más propiamente humana. Y desear lo imposible, es un ir más allá que no podemos evitar y sin el cual tampoco quisiéramos vivir.
Entonces, lo que tenemos que hacer ahora es fijarnos objetivos que nos inspiren, nos motiven y que nos lleven a expandir nuestros propios límites. Para los resultados concretos nos podemos fijar metas. Y así entre objetivos y metas vamos diseñando nuestro camino. Ese camino que nosotros mismos elegimos, el reflejo de nuestra intención y que nos conducen a la felicidad.
Seguramente les ha sucedido que muchas veces se fijan objetivos en sus vidas sin ni siquiera explorar en por qué los han elegido. Los fijamos sin estar conscientes de nuestras decisiones y, en esos casos, las probabilidades de que exista una incoherencia entre quienes somos y las cosas que hacemos son altísimas. . Vivir de ese modo es vivir en la inercia. En estas situaciones, nuestro actuar no estaría motivado por una intención consciente, sino que es producto del “piloto automático” o, como se dice en psicología, del inconsciente.
Algunas personas con las que he discutido sobre la importancia de la intención, creen que no importa el fundamento que sustenta a un objetivo o meta en la medida que sean alcanzados por el sujeto y que, en ese proceso, sintamos que somos competentes y eficaces. Sin embargo, estoy convencida que esta mirada utilitaria sobre nuestro quehacer no funciona para el camino de propósito. Tanto es así, que puedo asegurar que los objetivos y metas que nos propongamos nos beneficiarán en términos de salud mental, bienestar general y crecimiento personal solo en la medida que exista coherencia con nuestra intención. Únicamente los motivos que provienen de nuestra auténtica intención (lo que verdaderamente queremos) y no del ego (lo que aparentamos) desencadenan la magia que buscamos.
¿Cómo saber cuándo estamos frente a un objetivo motivado por una auténtica intención o por el ego?
Aquí describimos algunas pautas para descifrarlo:
– Objetivo motivado por el ego:
Se basa en el aparentar
Quiere competir
Es individualista
Solo le interesa el resultado
Quiere culpar a los demás
Es resentido y vengativo
Siente que nunca es suficiente
Busca sentirse superior
Tiene un fin material
Es egoísta
Lo mueve una negación de sí mismo e intolerancia a los demás.
Lo motiva el poder, el dinero, la fama y el reconocimiento.
Se alimenta de las emociones negativas, como la rabia y la angustia.
– Objetivo motivado por una auténtica intención:
Se basa en la verdad
Quiere colaborar
Anhela el bien común
Se disfruta el camino
Quiere entender a su entorno
Sabe perdonar
Es agradecido
Es humilde
Tiene un fin espiritual
Es altruista
Tiene aceptación propia y de los demás.
Lo motivan a hacer el bien.
Se alimenta de las emociones positivas, como la alegría y la esperanza.
La intención que nos mueve a alcanzar nuestros objetivos es lo que determina si los que nos hemos fijado nos conducen o no a alcanzar nuestro propósito. Veremos que descubrir esa auténtica intención y sus elementos constituyentes, será la clave de todo este camino y es, precisamente, lo que abordaremos en los siguientes artículos.