En la universidad tuve el ramo de filosofía y lo odié desde el primer minuto. Ahora me doy cuenta de que lo odiaba porque no logre entenderlo. Quizás me faltaba madurar.
Me arrepiento, sobre todo porque ahora que he profundizado en ella (el propósito me llevo a la filosofía), no tengo duda alguna que si Aristóteles estuviese vivo, sería el influencer con más seguidores en Instagram. Digo esto, porque no fue hasta que me volví a topar con una frase de él, que tantas veces leí — pero que solo hace unos años cobró real sentido — que logré entender el real propósito de la vida y que:
Todos los seres humanos compartimos un mismo propósito: ser felices, o alcanzar la eudemonía, como la llamaba él.
Tras pensarlo por unos días, me pareció bastante lógico y me encontré con varios otros filósofos, psicólogos o referentes espirituales, como el Dalai Lama, que afirmaban lo mismo.
Para quienes somos padres, esto no debiera sorprendernos. No es de extrañar que en los momentos de conversaciones más profundas les digamos a nuestros hijos que lo más importante para nosotros es que sean felices. Lo mismo nos decían nuestros padres. Al fin y al cabo:
¿Quién no quiere ser feliz?
Todos queremos ser felices, de eso no hay duda alguna y por eso tengo la convicción de que ese el propósito de la vida. El problema es que, por algún motivo, hemos dejado de tomarle el peso a la palabra. A pesar de lo importante que es para nuestras vidas, muchas veces nos referimos a nuestra felicidad casi mecánicamente, como quien pregunta a otro al saludar “¿cómo estás?”, solo por costumbre, pero sin realmente preguntar para saber la respuesta. Hablamos de la felicidad, pero no nos damos el tiempo para pensar qué es realmente, su importancia para nuestro bienestar y cómo podemos alcanzarla. Lo anterior, nos lleva a hacernos una pregunta clave:
¿Qué es la felicidad?
Existen cientos de miles de libros y autores que hablan sobre la felicidad. Hay más de quince mil textos disponibles en Amazon que hacen alusión a ella como tema principal. Lo interesante es que, en mayor o menor medida, gran parte de ellos vuelve al origen del concepto, remontándose a la Antigua Grecia, época en la cual se hablaba de dos tipos de felicidad: el hedonismo y la eudemonía.
El hedonismo se caracteriza por situar al placer como el bien supremo de la vida humana. Al tratarse de bienes efímeros y en su mayoría, de tipo material, sus efectos no son prolongados en el tiempo. Cada necesidad que logramos satisfacer nos generará felicidad por exactamente el mismo tiempo que dure la actividad.
Este estilo de vida suele parecer atractivo para muchos, al menos a primera vista. Pero como dice Aristóteles, más que una vida feliz, es una vida fácil, primitiva y vulgar. Además, si bien puede ser un fin en sí mismo (buscar el placer porque nos gusta sentir placer), no es estable en el tiempo, tampoco es algo propio del hombre (cualquier animal puede sentir placer) y muchas veces no depende de uno –características que para él son fundamentales acerca del propósito humano — .
Esta filosofía de vida ha adoptado su forma más extrema en los últimos tiempos, alejándose del hedonismo filosófico. En la sociedad de consumo en la que vivimos, existe una mayoría que tiene como prioridad satisfacer sus necesidades y deseos personales con el mínimo esfuerzo, y sin que el bienestar de los demás sea relevante para alcanzar su propósito.
El gran problema con este estilo de vida, es su extremismo conceptual, pues relaciona equivocadamente las nociones de placer y dolor: asimila al esfuerzo con el dolor, y al ocio con el placer, como si fuese imposible encontrar satisfacción en el esfuerzo o hastío en el ocio.
Esto hace del consumista (una especie de hedonista moderno) un esclavo del mundo con un ideal de felicidad que finalmente se ve truncada, pues este tipo de vida no conduce a la verdadera felicidad. También representa un problema, o al menos un desafío para la sociedad actual, pues un tipo de vida así no conduce a un mayor bienestar individual, ni contribuye a construir una sociedad mejor.
Por el contrario, la eudemonía, hace referencia la felicidad, que incluye tanto el placer sensorial, como la plenitud, entendida como la felicidad de carácter más espiritual.
Supone una vida espiritual — no necesariamente ligada a la religión — pero por la cual sabemos, o suponemos, que somos parte de algo más grande que nosotros mismos. Y esa necesidad de desarrollo espiritual, nos lleva a buscar nuestra propia perfección, es decir, ser la mejor versión de nosotros mismos. Esto significa que la humanidad puede, progresivamente, y a través del uso de la razón y la virtud, dirigirse hacia su propia perfección.
Consiste en una vida bien vivida, tanto para uno como para quienes nos rodean. Se trata de una felicidad que da sentido a nuestras vidas, en la cual no basta con procurar mi propio bienestar, sino que también la de los demás.
La eudemonía transcurre en el hacer, en la experiencia humana en relación a nosotros y a los demás. Radica en nuestras acciones virtuosas: somos felices cuando somos justos, solidarios, generosos, tolerantes, promovemos la igualdad, la belleza y, sobre todo, el amor y la bondad.
Aristóteles piensa que una vida virtuosa no es algo reservado solo a aquellos personajes importantes que ostentan cargos de influencia o que han logrado grandes hazañas. En su concepto, cualquier forma de servicio a los demás tiene la potencialidad de ser una actividad acorde con la virtud.
Para el filósofo griego la eudemonía es un fin en sí mismo: es el bien supremo de la vida. Es aquello que las personas escogen antes que cualquier otra cosa, a diferencia, por ejemplo, de la riqueza, el éxito profesional o el poder, que son deseados como medios para alcanzar ese fin, pero no como fines en sí mismo.
Este tipo de felicidad, cuando está presente, nos hace sentir completos, es decir, que en cierta medida estamos viviendo de la manera que hemos de vivir. Como si sintiéramos una certeza profunda de estar haciendo lo correcto y estar transitando por el camino que es propiamente humano.
Quizá lo que más distingue a la eudemonía de otras formas de concebir la felicidad, es que trasciende al individuo. Supone esa necesidad de amar o entregarse más allá de uno mismo, de lo físico o lo que puede ser comprensible a través de la razón. Por eso mismo, Aristóteles consideraba que la eudemonía era la auténtica forma de felicidad, la más noble y honorable de todas.
Su filosofía ha sido utilizada para sentar las bases de la psicología humanista, la psicología positiva y también ha sido reafirmado por las neurociencias.
Ahora que sabemos cuál es nuestro propósito, debemos fijarnos aquellos objetivos que nos permitan alcanzarlo, algo a lo que me gusta llamar el “camino de propósito”. Así que los invito a leer el próximo artículo para conocer cómo se diseña y vive una vida con propósito.
A PROPÓSITO DEL PROPÓSITO es una serie de 8 publicaciones que compartimos semanalmente para difusión en alianza con Trabajo con Sentido. Este es la 2ª publicación de la serie. Se trata de fragmentos del libro “El Propósito No Era Lo que Yo Creía…pero en el camino descubrí mucho más” disponible en abril 2021.