Antes de empezar a estudiar el propósito en serio, me había hecho la idea de que cada ser humano tenía su propio propósito en la vida. Un propósito que es único para cada uno y que debiese guiarnos para toda la vida. Me dejé influenciar por tonteras que buscaba en internet o encuestas online, que suelen prometer cosas como “encuentra tu propósito en cinco pasos” o “resuelve tus inquietudes existenciales en menos de treinta minutos”. Hasta ese momento todo me indicaba que el propósito se trataba en encontrar esa única frase que definiría mi vida para siempre.
Al parecer esa frase debía ser breve como si fuese un post de Twitter (ojalá en no más de cuarenta caracteres), y debía contener aquello que estaba llamada a hacer en este mundo. Tenía que lograr formar una oración de este estilo:
– “Hacer del mundo el mejor lugar para la humanidad”.
– “Salvar el mundo a través de la educación”.
– “Ser compasivo conmigo mismo y el resto del universo”.
– “Terminar con la pobreza en África”.
Si lograba redactar esa frase, la promesa que hacían estos sitios o blogs era que mi felicidad despegaría sin que nada ni nadie pudiese arruinarla, y que nunca más sentiría el vacío que me estaba consumiendo por dentro.
Ahora lo puedo contar con algo de distancia y sentido del humor. Pero hace unos años, todas las explicaciones y soluciones simplistas sobre lo que para mí era un tema crucial, me producían mucha frustración e impotencia. Estuve entrampada en la búsqueda de la “frase perfecta” por largo tiempo, y por mucho que quisiese encontrarla, esto no sucedió.
En un momento sentí que la presión y ansiedad de resumir en una sola frase mi propósito, aquello que marcaría el resto de mi vida, era algo que no podría soportar por mucho tiempo más. La angustia de no saber quién era yo se tornó tan fuerte, que sentía pudor de compartir la frase con otros (aún en borrador) por miedo a que no reflejase bien mi identidad o parecer insegura si decidía ajustarla más adelante. En otros casos de personas cercanas, creo que la obsesión se volvió aún más severa: no faltaba quien no quisiera compartir su frase con el grupo por temor a revelar más de la cuenta sobre sí mismo o a que algún oportunista decidiera copiárselo, como si al hacerlo le estuviesen robando parte de su identidad.
A pesar de la confusión e inseguridad que tenía, logré redactar mi primera frase de propósito. Recogiendo lo feliz que me había sentido trabajando en proyectos sociales y basada en los ejemplos que había visto en blogs sin mucha sustancia, mi frase resultó ser “ayudar a las personas vulnerables para lograr disminuir la pobreza en el país”. Al comienzo fue muy gratificante, creía que finalmente había conseguido el objetivo. Por un instante me sentí como un pez en cautiverio que había sido devuelto a su río. Pero tras unas semanas, la frase que había redactado y que me hacía sentir tan libre, ya no me convencía tanto como en un inicio.
Traté de no tomármelo tan a pecho. Después de todo, ¿quién no se equivoca la primera vez? Si bien una parte de mí se sentía identificada con el propósito social que había declarado originalmente, no podía dejar de pensar dónde quedaba mi familia en todo esto. Se supone que el propósito es uno solo y para toda la vida. Entonces, ¿cómo dejar fuera lo más importante de mi vida?
En ese momento, la reflexión y los ejercicios de meditación me llevaron a concluir que la frase debía ir orientada a lo que más disfrutaba hacer: conectar con los demás y entregarles lo mejor de mí. No importaba si era mi hija, una niña que acababa de conocer en un hogar o un practicante de la oficina. Cualquiera fuese el contexto, y guardando las diferencias entre los tipos de vínculos, sentí que mi propósito era “entregar amor a todas las personas de manera incondicional”.
Estaba tranquila con esta declaración. Lo que más me reconfortaba era que incluía los dos ámbitos de la vida que eran más importantes para mí: mi familia y un trabajo en el cual pudiese contribuir. Pero, a los pocos meses, nuevamente me pasó lo mismo: algo no me hacía sentido. En ese momento me estaba dedicando a ayudar a muchas fundaciones a resolver problemas legales y, muchas veces, no llegaba ni a conocer a las personas detrás de cada proyecto. Me hacía muy feliz el simple hecho de saber que les había simplificado la vida y que mi conocimiento estaba sirviendo para algo que me parecía importante.
En ese minuto sentía que había fracasado, lo que me llevó nuevamente al cautiverio. Me preguntaba: “¿Será que nunca descubriré mi propósito? Sabía que tenía que volver a adaptarlo, y eso me dejó muy confundida. Solo tenía una cosa clara: algo no estaba funcionando de la forma en que los blogspresentaban las cosas. Algo me decía que el propósito no podía ser uno solo para toda la vida, único e inmutable. Me parecía que la vida era demasiado compleja como para reducir el propósito a eso: a una sola frase perfecta.
Seguí intentando durante un tiempo. Sentía que muchas frases podían reflejar mi esencia, aquello para lo cual había venido al mundo. Por un lado, verbos como contribuir, ayudar, inspirar y mejorar; y por el otro, palabras tan comunes como amar, crear, hacer feliz a otros se sentían apropiadas. Otros conceptos más sofisticados, como consciencia, espiritualidad y trascendencia también me hacían sentido. Todas ellas me interpelaban para mi frase de propósito. Al mismo tiempo, preguntando a mis amigos más cercanos, todos parecíamos tener declaraciones muy similares. Algo como lo que ocurre a las empresas cuando declaran su misión o visión: es difícil distinguir una de la otra, en el papel son todas similares. Lo importante no eran las palabras, sino que debía haber algo más.
Todo este recorrido parecía un zapato chino. Me estaba dando vueltas en lo mismo sin llegar a ningún lado. Esta situación me llevó a cuestionarme firmemente si encontrar el propósito se trataba de hallar esa única frase, o era algo más profundo. Llevaba mucho tiempo tratando de buscar mi propósito en base a lo que hacía, a mis proyectos, a mi trabajo, y una voz interior me decía que el propósito no era algo que se buscase afuera, en el mundo exterior, en una actividad, sino más bien era algo más personal e íntimo, como un llamado a conocerme mejor, a descubrir realmente quién era, y que solo entonces podría realmente vivir mi propósito.
Estaba empezando a perder la esperanza cuando me volví a topar con Aristóteles, para quién todas las cosas que existen en la tierra tienen un propósito, algo a lo cual aspiran llegar a ser. Por ejemplo, el propósito de una bellota es convertirse en roble, y el de una oruga el de transformarse en mariposa. En definitiva, el propósito de cada especie es el mismo: la razón por la cual existe o por la cual vino al mundo.
Así como Aristóteles había señalado el propósito de las bellotas y de las orugas, también lo había hecho respecto a la especie humana. Fue entonces que me di cuenta que el ejercicio de buscar mi propósito o la frase perfecta que lo definiera no tenía sentido alguno. Ya no se trataría de buscar el propósito de cada uno, pues todos los seres humanos compartiríamos el mismo.
Y ustedes se preguntarán ¿cuál es el propósito de los seres humanos? Sobre eso hablaremos en el artículo de la próxima semana.
A PROPÓSITO DEL PROPÓSITO es una serie de 8 publicaciones que compartimos semanalmente para difusión en alianza con Trabajo con Sentido. Este es la 2ª publicación de la serie. Se trata de fragmentos del libro “El Propósito No Era Lo que Yo Creía…pero en el camino descubrí mucho más” disponible en abril 2021.